Inicio | Números anteriores | Libros

Volver al índice

Correo del Maestro Núm. 68, enero 2002

El origen de nuestro Sistema Solar Planetario

F. Guillermo Mosqueira P.S.

Introducción

En un número anterior de Correo del Maestro (Núm. 32, enero 1999) hablé sobre la simplicidad química del universo primigenio, constituido de hidrógeno y helio, elementos químicos que permanecen en el estado gaseoso aun a temperaturas muy bajas (más bajas que –250ºC). Esta composición química es obviamente incompatible con el surgimiento de la vida en el universo, puesto que es inconcebible el surgimiento de un sistema vivo sólo a partir de estos elementos. Describí someramente el papel fundamental que jugaron las estrellas, enormes bolas de plasma de distintos tamaños, que en su interior, y a lo largo de su vida y aniquilamiento, formaron a los demás elementos químicos de los cuales ahora tenemos conocimiento (aun a partir de un curso de química seguido con mediana indiferencia). Sabemos que los elementos químicos pueden acomodarse en una tabla periódica, desde el número atómico 1 (el hidrógeno) hasta el 92 (el uranio), sin dejar un solo hueco en ella.

En este artículo deseo continuar la descripción —de una manera general y relativamente tosca— de los eventos principales que han conducido al surgimiento de la vida en la Tierra. Pretendo realizar esta tarea en varias etapas, en un conjunto de relatos que podrían agruparse bajo la designación de: “Pasos hacia la vida”.

Voy, entonces, a continuar con la historia: La formación de nuestro Sistema Solar Planetario, a partir de la materia interestelar que ya contenía los elementos químicos que hoy conocemos. Incluiré necesariamente la descripción de la formación la Tierra, planeta que resultó apto para cobijar la vida.

Origen del Sistema Solar Planetario

Los astrónomos han podido concluir que la formación de nuestro Sistema Solar Planetario (es decir, el conjunto formado por el Sol y todos los planetas que lo acompañan, además de otros cuerpos menores a los cuales haré referencia después) se llevó a cabo en un proceso que fue ocurriendo al mismo tiempo. De modo que, la Tierra, el Sol y Júpiter, por nombrar algunos de ellos, tienen la misma edad.

El inicio de la formación de nuestro Sistema Solar Planetario (o Sistema Solar, en forma breve) ocurrió hace aproximadamente 4.55 miles de millones de años. Para esa época, el universo que conocemos era más joven y tenía una edad de entre 7 y 11 mil millones de años.

La materia prima para formar nuestro sistema solar fue: gas —principalmente hidrógeno y helio— y polvo, integrado por todos los demás elementos que hoy conocemos. A la mezcla de gas y polvo que dio origen a nuestro Sistema Solar Planetario se le conoce como nebulosa solar (de hecho, las leyes de la naturaleza son generales y seguramente todas las estrellas que vemos en el cielo surgieron de una nebulosa semejante, con mayor o menor cantidad de materia).

Esa materia o nebulosa solar se encontraba allí como el vestigio expelido al espacio por estrellas que brillaron y se extinguieron antes que nuestro Sol. Por este motivo, justamente, nosotros disponemos de una riqueza de elementos químicos que ciertamente hicieron más probable el surgimiento de la vida. El Sol es por ello una estrella de, al menos, segunda generación. Las estrellas de primera generación, con sólo hidrógeno y helio, no pudieron formar planetas constituidos con elementos pesados; ¡no existían todavía!

El papel de la fuerza de gravedad para el inicio y consolidación del Sistema Solar ha sido esencial. Ésta es una fuerza de atracción y depende de la cantidad de materia. Es la responsable de mantenernos con un cierto peso sobre la superficie de la Tierra y evita que nos ‘desprendamos’ de ella. Tiene la característica de crecer de manera directamente proporcional con la cantidad de materia. Mientras mayores sean las masas, mayor será la intensidad de la fuerza de gravedad.

Figura 1. Ilustración artística de etapas primitivas de los procesos de formación de nuestro Sistema solar Planetario a partir de una nebulosa (a).Michael A. Seeds, en Horizons, "Exploring the Universe,6th, edition,Ed. Brooks/Cole Pub.Co.2000

Regresemos a la nebulosa solar, la que podemos considerar globalmente como una zona del espacio interestelar con mayor cantidad de materia que sus alrededores. Seguramente las primeras etapas de formación del Sistema Solar fueron inducidas al presentar ésta alguna zona de mayor concentración de materia en comparación con el resto de la nebulosa. Esto generó una fuerza de gravedad mayor en la región, lo que originó una atracción acrecentada de materia de sus alrededores cercanos. Es posible darse cuenta de que este proceso se puede desbocar por sí mismo: Por inducción mutua, una mayor concentración de materia generará mayor fuerza de atracción gravitacional, lo que a su vez atraerá más materia, con el resultado de generar mayor fuerza de atracción gravitacional, para atraer aún más materia de los alrededores. Este proceso continuó en el tiempo, lo cual condujo a la formación de un núcleo de materia cada vez con más masa que llamaremos protosol (con el paso del tiempo daría origen a nuestro Sol). Los astrónomos han podido comprobar que no siempre el resultado final de este proceso es la formación de un solo núcleo de materia que da origen a un protosol (o protoestrella). De hecho, el resultado más frecuente es que se formen dos, tres o más núcleos, originando varios protosoles unidos gravitacionalmente que dan lugar a los llamados sistemas dobles, triples o, en general, múltiples que, eventualmente, llegarán a ser sistemas con dos o más soles (o estrellas) unidos gravitacionalmente. Así, se sabe que el 80% de todas las estrellas en nuestra galaxia son sistemas de estrellas dobles y múltiples. No obstante, en este relato nos limitaremos a describir lo que acontece en un sistema sencillo, con una sola estrella, como ocurre en nuestro Sistema Solar.

Al irse concentrando la materia en torno al protosol, su temperatura y presión se fueron elevando, debido a que la energía de origen gravitacional se iba convirtiendo en energía calorífica. Esta conversión de energía es posible y se realiza de acuerdo con una ley fundamental de la física: la ley de la conservación de la energía, también conocida como primera ley de la termodinámica. Un ejemplo cotidiano que nos podría convencer de cómo es posible que la energía gravitacional se pueda convertir en energía calorífica es el siguiente. Imagine que retiramos del nivel del suelo una piedra elevándola a la altura de una casa de dos pisos, la atamos con una soga y la dejamos caer (para que actúe la fuerza de gravedad sobre ella), pero nunca soltamos del todo la soga y la hacemos deslizar entre nuestras manos. El resultado será que nos quemaremos y que instintivamente soltaremos la soga por el dolor que produce el calor generado por la fricción entre la soga y la mano. De manera análoga, pero en mayor escala, al ‘caer’ la masa dispersa de la nebulosa solar sobre un núcleo inicial que llegaría a formar el protosol, se fue obteniendo cada vez más energía calorífica a partir de la energía de origen gravitacional y, con ello, éste comenzó a calentarse cada vez más y a radiar energía desde su superficie, como lo haría cualquier cuerpo caliente.

Simultáneamente ocurren otros fenómenos. Es un hecho de observación que los planetas que constituyen nuestro sistema planetario se encuentran distribuidos en órbitas con movimiento de traslación en el mismo sentido y que se acomodan en un plano. Por ello podríamos suponer que en sus etapas tempranas de formación la nebulosa solar adquirió esa distribución de materia. La materia que caía al protosol o núcleo originó en la nebulosa estelar un movimiento global de rotación que aumentó hasta un cierto valor. Esto sucede así porque un sistema en rotación obedece a una ley de la física conocida como ley de la conservación del momento angular. Una manifestación más cercana a nuestra vida cotidiana de la misma ley la podemos ver cuando una bailarina gira (ya sea en piso o sobre una pista de hielo) con los brazos extendidos y aumenta su velocidad de giro conforme los va contrayendo, es decir, cuando acerca (o ‘cae’) la masa de sus brazos al centro o núcleo de su cuerpo.

Así, el protosol fue capturando casi la totalidad de la materia de la nebulosa solar inicial (aproximadamente el 99.86% de su masa), y la materia residual (tan poco como el 0.14% de la masa de la nebulosa) se acomodó a su alrededor constituyendo un disco plano de materia dispersa que por su velocidad de giro ya no podía caer hacia el protosol y quedó, simplemente, en órbita en torno a él, de la misma manera como la Luna está en órbita alrededor de la Tierra o la Tierra está en órbita alrededor del Sol. A este disco de materia dispersa que giraba en un plano en torno al protosol se le llama disco protoplanetario, porque a partir de él se formaron, más tarde, todos los planetas y cuerpos menores que acompañan al Sol.

Un fenómeno espectacular que acompaña a estas etapas tempranas de formación del protosol —la cual dura aproximadamente un millón de años— es la aparición de flujos bipolares (o chorros gigantes de materia), que se han podido observar desde el telescopio espacial Hubble en otras regiones del universo (véase la figura 2).

Debió transcurrir todavía más tiempo —aproximadamente 10 millones de años— para que las temperaturas del núcleo del protosol llegasen a ser suficientemente altas para poder iniciar las reacciones nucleares de fusión que utilizarían principalmente al hidrógeno (con número atómico 1) como ‘combustible’. Como resultado de estas reacciones nucleares se desprendió una enorme cantidad de energía, iniciándose con ello la nucleosíntesis1 que dio origen a elementos más pesados, aunque sin rebasar el número atómico 6 (el carbono). De esta manera se estableció una diferencia de temperaturas en el disco protoplanetario: estaba muy caliente en su centro (protosol) y se iba enfriando conforme nos alejábamos de él, hasta ser muy frío en sus límites más externos. Podemos pensar que esta estructura térmica y la acción de la gravedad generó tres zonas principales en nuestro naciente Sistema Solar Planetario, a las cuales me referiré separadamente.

Zona de los planetas rocosos

Siguiendo el principio de que la materia más densa se va al fondo, en la zona más interna y cercana al protosol se condensaron como sólidos los elementos preexistentes más pesados, como los silicatos minerales formados por magnesio, silicio, fierro y oxígeno, que formaron granos muy finos de materia sólida. Esta fue la materia prima que sirvió para formar los cuatro planetas rocosos o terrestres que están más cerca al Sol: Mercurio, Venus, la Tierra y Marte, a través de un largo proceso de aglutinamiento o acrecentamiento de materia. En un tiempo aproximado de 10 millones de años, al mismo tiempo que nuestro protosol se iba calentando cada vez más para iniciar las reacciones nucleares, el disco protoplanetario se fue haciendo cada vez más tenue y por acción de las fuerzas de gravedad se llegaron a formar los planetas rocosos.

Figura 2 Etapa temprana de formación de una estrella observada en el sistema de HH30. Una característica espectacular es la formación de unos chorros que salen eyectados en sentidos opuestos al medio circundante.
¿Cómo ves? Revista de divulgación de la ciencia de la Universidad Nacional Autónoma de México, AñoI, No.9

Este proceso de concentración de la materia dispersa y formación de trozos de materia de todos tamaños que se mantenían en orbita fue paulatino. Por acción de la gravedad, los cuerpos más grandes experimentaron un acrecentamiento de su masa de una manera desbocada, atrayendo los objetos circundantes más pequeños para constituir cuerpos todavía más grandes. Cuando estos objetos crecen hasta un tamaño de alrededor 1 km de diámetro o más grande, se acostumbra llamarlos planetesimales. Así, la formación de los planetas rocosos se hizo a partir de planetesimales cada vez más grandes. Se ha estimado que al cabo de 20 mil años se pudieron haber formado cientos de cuerpos de talla semejante a la de la Luna. Estos cuerpos, por medio de un proceso de choques catastróficos, acrecentamiento y perturbación mutua de sus órbitas, llegaron a formar los cuatro planetas terrestres que hoy conocemos.

La cantidad de energía que depositaban los planetesimales sobre la superficie de los planetas en formación era tal que los llegó a fundir parcialmente. De esta manera, la historia primigenia de los planetas rocosos, incluida la Tierra, fue caótica y de gran violencia, con superficies que se solidificaban en losas flotando sobre roca fundida, lava en erupción y explosiones gigantescas causadas por la llegada de más planetesimales (véase la figura 3).

Figura 3 Dibujo artístico representando etapas tempranas de formación de nuestro Sistema Solar con su protosol y protoplanetas

Al cabo de 10 millones de años los planetas habían alcanzado casi su tamaño final, aunque durante los siguientes 100 millones de años continuaron recibiendo sobre sus superficies el impacto de planetesimales de gran talla, con su carga acompañante de materia y de energía. Este bombardeo interplanetario continuó —con menor intensidad— hasta hace unos 3800 millones de años, es decir, continuó por un lapso adicional de 640 millones de años. De hecho, podemos decir que persiste en nuestros días, pero con una intensidad mucho más baja. Un ejemplo ‘reciente’ de este bombardeo es el llamado impacto meteorítico de Chicxulub, en la península de Yucatán, México, el cual se estima tuvo lugar hace 65 millones de años y dejó un cráter de 300 km de diámetro. Así, los planetas rocosos se formaron ocupando sólo el 0.00058% de la masa de la nebulosa solar original.

Mercurio y Venus, por su cercanía al Sol y condiciones ambientales extremas, podrían ser considerados planetas estériles, sin posibilidad de dar paso a la vida. En contraste, Marte podría ser apto para sostener ecosistemas y quizás en el pasado estuvo habitado por vida unicelular.

 

Zona de los planetas jovianos

A mayor distancia del protosol, más allá de los planetas terrestres, las temperaturas son más bajas. En esa zona predominó la composición química de la nebulosa solar original, con una abundancia de los gases ligeros hidrógeno y helio, muy poco de otros gases como metano (CH4), amoniaco (NH3) y nitrógeno (N2), poco de elementos pesados y hielos de compuestos sencillos (tales como metano, amoniaco y agua).

Júpiter y Saturno se formaron principalmente a partir de hidrógeno y helio y poca cantidad de elementos pesados, mientras que Urano y Neptuno, además de incluir estos componentes, incorporaron equiparables cantidades de hielos. Con esta materia prima se formaron los grandes planetas jovianos: Júpiter, Saturno Urano y Neptuno, ocupando todos ellos el 0.13% de la masa de la nebulosa solar original.

Ellos son los planetas gigantes, puesto que ocupan, juntos, el 99.57% de la masa planetaria. Júpiter, el mayor de los planetas, por sí solo abarca el 71% de la masa planetaria.

Los planetas jovianos son enteramente distintos a los planetas terrestres. Ninguno de ellos tiene una superficie sólida; es líquida, nos hundiríamos si la intentáramos pisar. Además, se tiene evidencia de que contienen en la profundidad de sus núcleos material rocoso constituido por elementos pesados, comunes a los planetas rocosos. Por ejemplo, Júpiter y Saturno, con masas 318 y 95 veces mayores a la de la Tierra, respectivamente, tienen un núcleo rocoso que ocupa el 17 y 28% de su diámetro (o radio). El material restante en esos planetas es principalmente hidrógeno en estado líquido. La temperatura de los núcleos rocosos se estima, respectivamente para ambos planetas, en 40000 y 20000o C. Por lo anterior, a estos dos gigantes los podemos considerar también planetas estériles, puesto que prácticamente sólo hay hidrógeno y helio y el núcleo rocoso que debe contener una mayor variedad de elementos químicos se mantiene a temperaturas (y presiones) altísimas, incompatibles con los sistemas vivos. Urano y Neptuno mantienen condiciones semejantes y se podría concluir lo mismo en cuanto a su capacidad para sostener vida.

Cinturón de asteroides

En la frontera formada por los planetas rocosos y los jovianos se encuentra un cinturón de asteroides. Es una zona donde hay una multitud de objetos y planetesimales dispersos girando en órbita alrededor del Sol (como los planetas) donde ninguno de ellos es suficientemente grande como para ser llamado planeta. De hecho, la suma agregada de todos esos objetos es menor que la masa de nuestra Luna. En esa zona del Sistema Solar la materia dispersa no llegó a agregarse en un cuerpo suficientemente grande, debido a la influencia gravitacional de Júpiter, que es el planeta más grande de nuestro Sistema Solar. Debido a la enorme fuerza gravitacional ejercida en su entorno, los planetesimales en formación y otros cuerpos más pequeños situados en la zona del cinturón de asteroides eran lanzados a otras regiones de nuestro Sistema Solar, impidiendo así que se llegaran a formar cuerpos mayores que pudiera dar origen a un planeta.

Zona del Cinturón de Kuiper y Nube de Oort

Finalmente, más allá de Neptuno, en una zona más alejada del Sol y más fría, la materia se condensó en forma de hielos (de metano, amoniaco y agua, principalmente), aunque estaban tan dispersos que se agregaron formando cuerpos pequeños que no alcanzaron a constituir grandes planetas. Observaciones telescópicas recientes han confirmado la existencia de numerosos planetesimales helados. Es un número superior a 200 millones de objetos, cada uno de ellos con un diámetro de varios kilómetros. Este conjunto de cuerpos constituye el llamado Cinturón de Kuiper. De hecho, se considera a Plutón mismo como uno de los objetos más grandes que forman parte del Cinturón de Kuiper, aunque resulta ser más pequeño que nuestra Luna: el diámetro de Plutón es sólo el 69% del de la Luna y el 18% del de la Tierra. Su masa, consecuentemente, es muy pequeña: ¡representa sólo el 0.22% del de la Tierra!

Figura 4. Distancia a escala entre el Sol y los planetas.Michael A. Seeds, en Horizons, "Exploring the Universe,6th, edition,Ed. Brooks/Cole Pub.Co.2000

La presencia de toda esta materia sólida dispersa que se extiende más allá de Plutón es consistente con la observación telescópica de grandes discos que se encuentran asociados al nacimiento de estrellas como nuestro Sol en otras partes del universo.

Figura 5. Tamaño a escala de los planetas y el Sol.Michael A. Seeds, en Horizons, "Exploring the Universe,6th, edition,Ed. Brooks/Cole Pub.Co.2000

Todavía existe una zona aún más alejada del Sol con planetesimales helados y que son constituyentes legítimos de nuestro Sistema Solar Planetario, puesto que están atados gravitacionalmente al Sol. Su origen se entiende por el efecto gravitacional de los dos grandes planetas en formación, Júpiter y Saturno. Por su influencia gravitacional muchos de los planetesimales helados de su entorno fueron verdaderamente lanzados al espacio interestelar, sin posibilidad de regresar al Sistema Solar. Algunos, sin embargo, no salieron, pero sí quedaron en órbitas muy excéntricas y alejadas del Sol. Constituyen la llamada Nube de Oort, que se extiende a distancias tan lejanas como a un año luz del Sol. Ocasionalmente, alguno de estos objetos visita de nuevo nuestro Sistema Solar Planetario en forma de cometa de periodo largo, como es el caso del cometa Halley.

Rotación de los planetas

La rotación de los planetas que ahora observamos es muy variada en cuanto a su velocidad de giro e inclinación de su eje de rotación con respecto al plano del Sistema Planetario. Se especula que los planetas adquirieron estos movimientos durante el proceso de acrecentamiento, no por el efecto de muchas colisiones de objetos pequeños, sino por la colisión de pocos planetesimales de gran talla —algunos de ellos verdaderamente grandes— sobre los planetas en formación. El efecto resultante podría ser un giro residual y la inclinación de los planetas, lo que es característico en nuestro sistema.

Algunos casos son sobresalientes, como los de Venus, Urano y Plutón, que tienen un sentido de rotación contrario al de los demás planetas. Además, Urano y Plutón tienen tal inclinación en su eje de rotación que parecen ‘rodar’ sobre el plano del sistema planetario; es decir, su eje de rotación está casi en el mismo plano que el Sistema Planetario. Saturno, con una masa 95 veces la de la Tierra, tiene una inclinación en su eje de rotación que posiblemente surgió de una colisión oblicua, cercana a uno de sus polos, ¡con un cuerpo con una masa mayor que la suma de las masas de todos los planetas terrestres!

Los satélites de los planetas

Los planetas gigantes tienen, entre todos, al menos 40 satélites naturales. Durante el proceso de acrecentamiento, estos planetas estuvieron calientes debido a los impactos recibidos, al igual que los planetas terrestres. Este calor expandió sus atmósferas a dimensiones notoriamente mayores que las actuales. Con el paso del tiempo, perdieron calor, se fueron enfriando y, en consecuencia, se encogió su tamaño. Conforme esto último sucedía, fue quedando en órbita alrededor de estos planetas un disco de gas, hielos y polvo. A partir de este residuo surgieron los satélites ordinarios y sus hermosos sistemas de anillos que son característicos de los cuatro planetas gigantes, aunque los más conocidos son los de Saturno. Este fenómeno es reminiscente del proceso de formación de los planetas y asteroides a partir de la nebulosa solar. Algunos satélites irregulares pudieron ser capturados por la fuerza de gravedad del planeta, a partir de cuerpos errantes del Sistema Solar.

Entre los planetas terrestres, la historia es diferente. Ni Mercurio ni Venus tienen satélites naturales, y la Luna posiblemente tuvo su origen a partir de una colisión colosal. Se especula que cuando la Tierra ya estaba cerca de alcanzar su tamaño actual, colisionó con un planetesimal tan grande como Marte a gran velocidad. Es decir, ese planetesimal tenía aproximadamente la mitad del diámetro de la Tierra y una masa de alrededor del 10% de la que tiene la Tierra actual. Como resultado de este choque, se formó una gigantesca eyección de roca fundida y de vapor. Parte de este material cayó de nuevo a la superficie de la Tierra y otro se alejó al espacio interplanetario, pero una porción quedó orbitando en forma de disco incandescente. Al paso del tiempo se disgregó ese material candente, el cual, después de un tiempo mayor, terminó fundiéndose en un solo cuerpo que llamamos Luna.

¿Existen otros sistemas solares planetarios?

Una pregunta reciente que se han formulado los astrónomos es considerar la existencia de otros sistemas planetarios en el universo. Se ha pensado que, quizás, la formación de los planetas sea un resultado más generalizado y esté relacionado con el nacimiento de una estrella, como lo fue en nuestro caso.

Anteriormente hemos dicho que desde el telescopio espacial Hubble se han podido observar estrellas en formación. También se ha podido comprobar que estas estrellas nacientes están acompañadas de discos de materia dispersa que podrían constituir lo que nosotros hemos llamado disco protoplanetario. Por ello es posible esperar que al paso del tiempo ese material se agregará en planetas, de una manera análoga a como la ciencia actual explica el origen de nuestro Sistema Solar.

Puesto que un planeta no tiene luz propia, su identificación ha sido indirecta, no directa por observación con algún telescopio. Esta evidencia indirecta se basa en el pequeñísimo efecto gravitacional que obra entre la masa de un planeta (comparativamente muy pequeña) sobre la enorme masa de una estrella. El resultado ha sido que hasta el momento se han podido identificar más de 50 estrellas con planetas. Sin embargo, los planetas detectados son del tipo de nuestros planetas jovianos, son enormes. Este tipo de pla-netas —ya lo vimos— están compuestos principalmente de hidrógeno y helio y no tienen superficies sólidas. Análogamente, podríamos concluir que son estériles.

Se requiere de un planeta más pequeño y a una distancia apropiada a la estrella para que, quizás, pudiera tener una constitución rocosa, lo cual al menos es una condición necesaria para la aparición de la vida. Estos planetas, a la fecha, no se han identificado, puesto que por ser de una masa mucho menor, el efecto gravitacional sería consecuentemente mucho más pequeño. Hasta este día el astrónomo ha sido incapaz de medir tales efectos, lo que no significa que no podrá hacerlo en el futuro.

Así, con expectación en el desarrollo futuro de la ciencia, cerramos este capítulo que ha pretendido describir otra etapa necesaria de la larga, imponente y laberíntica marcha hacia el surgimiento de la vida en la Tierra.

1Veáse Correo del Mestro.Núm.32,enero 1999.

 

Volver al índice