Introducción
En un número
anterior de Correo del Maestro (Núm. 32, enero 1999)
hablé sobre la simplicidad química del universo primigenio,
constituido de hidrógeno y helio, elementos químicos que
permanecen en el estado gaseoso aun a temperaturas muy bajas
(más bajas que –250ºC). Esta composición química es obviamente
incompatible con el surgimiento de la vida en el universo,
puesto que es inconcebible el surgimiento de un sistema vivo
sólo a partir de estos elementos. Describí someramente el
papel fundamental que jugaron las estrellas, enormes bolas de
plasma de distintos tamaños, que en su interior, y a lo largo
de su vida y aniquilamiento, formaron a los demás elementos
químicos de los cuales ahora tenemos conocimiento (aun a
partir de un curso de química seguido con mediana
indiferencia). Sabemos que los elementos químicos pueden
acomodarse en una tabla periódica, desde el número atómico 1
(el hidrógeno) hasta el 92 (el uranio), sin dejar un solo
hueco en ella.
En este
artículo deseo continuar la descripción —de una manera general
y relativamente tosca— de los eventos principales que han
conducido al surgimiento de la vida en la Tierra. Pretendo
realizar esta tarea en varias etapas, en un conjunto de
relatos que podrían agruparse bajo la designación de: “Pasos
hacia la vida”.
Voy,
entonces, a continuar con la historia: La formación de nuestro
Sistema Solar Planetario, a partir de la materia interestelar
que ya contenía los elementos químicos que hoy conocemos.
Incluiré necesariamente la descripción de la formación la
Tierra, planeta que resultó apto para cobijar la vida.
Origen
del Sistema Solar Planetario
Los
astrónomos han podido concluir que la formación de nuestro
Sistema Solar Planetario (es decir, el conjunto formado por el
Sol y todos los planetas que lo acompañan, además de otros
cuerpos menores a los cuales haré referencia después) se llevó
a cabo en un proceso que fue ocurriendo al mismo tiempo. De
modo que, la Tierra, el Sol y Júpiter, por nombrar algunos de
ellos, tienen la misma edad.
El inicio de
la formación de nuestro Sistema Solar Planetario (o Sistema
Solar, en forma breve) ocurrió hace aproximadamente 4.55 miles
de millones de años. Para esa época, el universo que conocemos
era más joven y tenía una edad de entre 7 y 11 mil millones de
años.
La materia
prima para formar nuestro sistema solar fue: gas
—principalmente hidrógeno y helio— y polvo, integrado por
todos los demás elementos que hoy conocemos. A la mezcla de
gas y polvo que dio origen a nuestro Sistema Solar Planetario
se le conoce como nebulosa solar (de hecho, las leyes
de la naturaleza son generales y seguramente todas las
estrellas que vemos en el cielo surgieron de una nebulosa
semejante, con mayor o menor cantidad de materia).
Esa materia
o nebulosa solar se encontraba allí como el vestigio expelido
al espacio por estrellas que brillaron y se extinguieron antes
que nuestro Sol. Por este motivo, justamente, nosotros
disponemos de una riqueza de elementos químicos que
ciertamente hicieron más probable el surgimiento de la vida.
El Sol es por ello una estrella de, al menos, segunda
generación. Las estrellas de primera generación, con sólo
hidrógeno y helio, no pudieron formar planetas constituidos
con elementos pesados; ¡no existían todavía!
El papel de
la fuerza de gravedad para el inicio y consolidación del
Sistema Solar ha sido esencial. Ésta es una fuerza de
atracción y depende de la cantidad de materia. Es la
responsable de mantenernos con un cierto peso sobre la
superficie de la Tierra y evita que nos ‘desprendamos’ de
ella. Tiene la característica de crecer de manera directamente
proporcional con la cantidad de materia. Mientras mayores sean
las masas, mayor será la intensidad de la fuerza de gravedad.
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Figura 1. Ilustración artística de
etapas primitivas de los procesos de formación de
nuestro Sistema solar Planetario a partir de una
nebulosa (a).Michael A. Seeds, en Horizons, "Exploring
the Universe,6th, edition,Ed. Brooks/Cole
Pub.Co.2000 |
Regresemos a
la nebulosa solar, la que podemos considerar globalmente como
una zona del espacio interestelar con mayor cantidad de
materia que sus alrededores. Seguramente las primeras etapas
de formación del Sistema Solar fueron inducidas al presentar
ésta alguna zona de mayor concentración de materia en
comparación con el resto de la nebulosa. Esto generó una
fuerza de gravedad mayor en la región, lo que originó una
atracción acrecentada de materia de sus alrededores cercanos.
Es posible darse cuenta de que este proceso se puede desbocar
por sí mismo: Por inducción mutua, una mayor concentración de
materia generará mayor fuerza de atracción gravitacional, lo
que a su vez atraerá más materia, con el resultado de generar
mayor fuerza de atracción gravitacional, para atraer aún más
materia de los alrededores. Este proceso continuó en el
tiempo, lo cual condujo a la formación de un núcleo de materia
cada vez con más masa que llamaremos protosol (con el
paso del tiempo daría origen a nuestro Sol). Los astrónomos
han podido comprobar que no siempre el resultado final de este
proceso es la formación de un solo núcleo de materia que da
origen a un protosol (o protoestrella). De hecho, el resultado
más frecuente es que se formen dos, tres o más núcleos,
originando varios protosoles unidos gravitacionalmente que dan
lugar a los llamados sistemas dobles, triples o, en general,
múltiples que, eventualmente, llegarán a ser sistemas con dos
o más soles (o estrellas) unidos gravitacionalmente. Así, se
sabe que el 80% de todas las estrellas en nuestra galaxia son
sistemas de estrellas dobles y múltiples. No obstante, en este
relato nos limitaremos a describir lo que acontece en un
sistema sencillo, con una sola estrella, como ocurre en
nuestro Sistema Solar.
Al irse
concentrando la materia en torno al protosol, su temperatura y
presión se fueron elevando, debido a que la energía de origen
gravitacional se iba convirtiendo en energía calorífica. Esta
conversión de energía es posible y se realiza de acuerdo con
una ley fundamental de la física: la ley de la conservación
de la energía, también conocida como primera ley de la
termodinámica. Un ejemplo cotidiano que nos podría
convencer de cómo es posible que la energía gravitacional se
pueda convertir en energía calorífica es el siguiente. Imagine
que retiramos del nivel del suelo una piedra elevándola a la
altura de una casa de dos pisos, la atamos con una soga y la
dejamos caer (para que actúe la fuerza de gravedad sobre
ella), pero nunca soltamos del todo la soga y la hacemos
deslizar entre nuestras manos. El resultado será que nos
quemaremos y que instintivamente soltaremos la soga por el
dolor que produce el calor generado por la fricción
entre la soga y la mano. De manera análoga, pero en mayor
escala, al ‘caer’ la masa dispersa de la nebulosa solar sobre
un núcleo inicial que llegaría a formar el protosol, se fue
obteniendo cada vez más energía calorífica a partir de la
energía de origen gravitacional y, con ello, éste comenzó a
calentarse cada vez más y a radiar energía desde su
superficie, como lo haría cualquier cuerpo caliente.
Simultáneamente
ocurren otros fenómenos. Es un hecho de observación que los
planetas que constituyen nuestro sistema planetario se
encuentran distribuidos en órbitas con movimiento de
traslación en el mismo sentido y que se acomodan en un plano.
Por ello podríamos suponer que en sus etapas tempranas de
formación la nebulosa solar adquirió esa distribución de
materia. La materia que caía al protosol o núcleo originó en
la nebulosa estelar un movimiento global de rotación que
aumentó hasta un cierto valor. Esto sucede así porque un
sistema en rotación obedece a una ley de la física
conocida como ley de la conservación del momento
angular. Una manifestación más cercana a nuestra vida
cotidiana de la misma ley la podemos ver cuando una bailarina
gira (ya sea en piso o sobre una pista de hielo) con los
brazos extendidos y aumenta su velocidad de giro conforme los
va contrayendo, es decir, cuando acerca (o ‘cae’) la masa de
sus brazos al centro o núcleo de su cuerpo.
Así, el
protosol fue capturando casi la totalidad de la materia de la
nebulosa solar inicial (aproximadamente el 99.86% de su masa),
y la materia residual (tan poco como el 0.14% de la masa de la
nebulosa) se acomodó a su alrededor constituyendo un disco
plano de materia dispersa que por su velocidad de giro ya no
podía caer hacia el protosol y quedó, simplemente, en órbita
en torno a él, de la misma manera como la Luna está en órbita
alrededor de la Tierra o la Tierra está en órbita alrededor
del Sol. A este disco de materia dispersa que giraba en un
plano en torno al protosol se le llama disco protoplanetario,
porque a partir de él se formaron, más tarde, todos los
planetas y cuerpos menores que acompañan al Sol.
Un fenómeno
espectacular que acompaña a estas etapas tempranas de
formación del protosol —la cual dura aproximadamente un millón
de años— es la aparición de flujos bipolares (o chorros
gigantes de materia), que se han podido observar desde el
telescopio espacial Hubble en otras regiones del universo
(véase la figura 2).
Debió
transcurrir todavía más tiempo —aproximadamente 10 millones de
años— para que las temperaturas del núcleo del protosol
llegasen a ser suficientemente altas para poder iniciar las
reacciones nucleares de fusión que utilizarían principalmente
al hidrógeno (con número atómico 1) como ‘combustible’. Como
resultado de estas reacciones nucleares se desprendió una
enorme cantidad de energía, iniciándose con ello la
nucleosíntesis1 que dio
origen a elementos más pesados, aunque sin rebasar el número
atómico 6 (el carbono). De esta manera se estableció una
diferencia de temperaturas en el disco protoplanetario: estaba
muy caliente en su centro (protosol) y se iba enfriando
conforme nos alejábamos de él, hasta ser muy frío en sus
límites más externos. Podemos pensar que esta estructura
térmica y la acción de la gravedad generó tres zonas
principales en nuestro naciente Sistema Solar Planetario, a
las cuales me referiré separadamente.
Zona de
los planetas rocosos
Siguiendo el
principio de que la materia más densa se va al fondo, en la
zona más interna y cercana al protosol se condensaron como
sólidos los elementos preexistentes más pesados, como los
silicatos minerales formados por magnesio, silicio, fierro y
oxígeno, que formaron granos muy finos de materia sólida. Esta
fue la materia prima que sirvió para formar los cuatro
planetas rocosos o terrestres que están más cerca al Sol:
Mercurio, Venus, la Tierra y Marte, a través de un largo
proceso de aglutinamiento o acrecentamiento de materia. En un
tiempo aproximado de 10 millones de años, al mismo tiempo que
nuestro protosol se iba calentando cada vez más para iniciar
las reacciones nucleares, el disco protoplanetario se fue
haciendo cada vez más tenue y por acción de las fuerzas de
gravedad se llegaron a formar los planetas rocosos.
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Figura 2 Etapa temprana de formación
de una estrella observada en el sistema de HH30. Una
característica espectacular es la formación de unos
chorros que salen eyectados en sentidos opuestos al
medio circundante. ¿Cómo ves? Revista de divulgación
de la ciencia de la Universidad Nacional Autónoma de
México, AñoI, No.9 |
Este proceso
de concentración de la materia dispersa y formación de trozos
de materia de todos tamaños que se mantenían en orbita fue
paulatino. Por acción de la gravedad, los cuerpos más grandes
experimentaron un acrecentamiento de su masa de una manera
desbocada, atrayendo los objetos circundantes más pequeños
para constituir cuerpos todavía más grandes. Cuando estos
objetos crecen hasta un tamaño de alrededor 1 km de diámetro o
más grande, se acostumbra llamarlos planetesimales.
Así, la formación de los planetas rocosos se hizo a partir de
planetesimales cada vez más grandes. Se ha estimado que al
cabo de 20 mil años se pudieron haber formado cientos de
cuerpos de talla semejante a la de la Luna. Estos cuerpos, por
medio de un proceso de choques catastróficos, acrecentamiento
y perturbación mutua de sus órbitas, llegaron a formar los
cuatro planetas terrestres que hoy conocemos.
La cantidad
de energía que depositaban los planetesimales sobre la
superficie de los planetas en formación era tal que los llegó
a fundir parcialmente. De esta manera, la historia primigenia
de los planetas rocosos, incluida la Tierra, fue caótica y de
gran violencia, con superficies que se solidificaban en losas
flotando sobre roca fundida, lava en erupción y explosiones
gigantescas causadas por la llegada de más planetesimales
(véase la figura 3).
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Figura 3 Dibujo artístico
representando etapas tempranas de formación de nuestro
Sistema Solar con su protosol y
protoplanetas |
Al cabo de
10 millones de años los planetas habían alcanzado casi su
tamaño final, aunque durante los siguientes 100 millones de
años continuaron recibiendo sobre sus superficies el impacto
de planetesimales de gran talla, con su carga acompañante de
materia y de energía. Este bombardeo interplanetario continuó
—con menor intensidad— hasta hace unos 3800 millones de años,
es decir, continuó por un lapso adicional de 640 millones de
años. De hecho, podemos decir que persiste en nuestros días,
pero con una intensidad mucho más baja. Un ejemplo ‘reciente’
de este bombardeo es el llamado impacto meteorítico de
Chicxulub, en la península de Yucatán, México, el cual se
estima tuvo lugar hace 65 millones de años y dejó un cráter de
300 km de diámetro. Así, los planetas rocosos se formaron
ocupando sólo el 0.00058% de la masa de la nebulosa solar
original.
Mercurio y
Venus, por su cercanía al Sol y condiciones ambientales
extremas, podrían ser considerados planetas estériles, sin
posibilidad de dar paso a la vida. En contraste, Marte podría
ser apto para sostener ecosistemas y quizás en el pasado
estuvo habitado por vida unicelular.
Zona de
los planetas jovianos
A mayor
distancia del protosol, más allá de los planetas terrestres,
las temperaturas son más bajas. En esa zona predominó la
composición química de la nebulosa solar original, con una
abundancia de los gases ligeros hidrógeno y helio, muy poco de
otros gases como metano (CH4), amoniaco
(NH3) y nitrógeno (N2), poco de
elementos pesados y hielos de compuestos sencillos (tales como
metano, amoniaco y agua).
Júpiter y
Saturno se formaron principalmente a partir de hidrógeno y
helio y poca cantidad de elementos pesados, mientras que Urano
y Neptuno, además de incluir estos componentes, incorporaron
equiparables cantidades de hielos. Con esta materia prima se
formaron los grandes planetas jovianos: Júpiter, Saturno Urano
y Neptuno, ocupando todos ellos el 0.13% de la masa de la
nebulosa solar original.
Ellos son
los planetas gigantes, puesto que ocupan, juntos, el 99.57% de
la masa planetaria. Júpiter, el mayor de los planetas, por sí
solo abarca el 71% de la masa planetaria.
Los planetas
jovianos son enteramente distintos a los planetas terrestres.
Ninguno de ellos tiene una superficie sólida; es líquida, nos
hundiríamos si la intentáramos pisar. Además, se tiene
evidencia de que contienen en la profundidad de sus núcleos
material rocoso constituido por elementos pesados, comunes a
los planetas rocosos. Por ejemplo, Júpiter y Saturno, con
masas 318 y 95 veces mayores a la de la Tierra,
respectivamente, tienen un núcleo rocoso que ocupa el 17 y 28%
de su diámetro (o radio). El material restante en esos
planetas es principalmente hidrógeno en estado líquido. La
temperatura de los núcleos rocosos se estima, respectivamente
para ambos planetas, en 40000 y 20000o C. Por lo anterior, a
estos dos gigantes los podemos considerar también planetas
estériles, puesto que prácticamente sólo hay hidrógeno y helio
y el núcleo rocoso que debe contener una mayor variedad de
elementos químicos se mantiene a temperaturas (y presiones)
altísimas, incompatibles con los sistemas vivos. Urano y
Neptuno mantienen condiciones semejantes y se podría concluir
lo mismo en cuanto a su capacidad para sostener vida.
Cinturón
de asteroides
En la
frontera formada por los planetas rocosos y los jovianos se
encuentra un cinturón de asteroides. Es una zona donde hay una
multitud de objetos y planetesimales dispersos girando en
órbita alrededor del Sol (como los planetas) donde ninguno de
ellos es suficientemente grande como para ser llamado planeta.
De hecho, la suma agregada de todos esos objetos es menor que
la masa de nuestra Luna. En esa zona del Sistema Solar la
materia dispersa no llegó a agregarse en un cuerpo
suficientemente grande, debido a la influencia gravitacional
de Júpiter, que es el planeta más grande de nuestro Sistema
Solar. Debido a la enorme fuerza gravitacional ejercida en su
entorno, los planetesimales en formación y otros cuerpos más
pequeños situados en la zona del cinturón de asteroides eran
lanzados a otras regiones de nuestro Sistema Solar, impidiendo
así que se llegaran a formar cuerpos mayores que pudiera dar
origen a un planeta.
Zona del
Cinturón de Kuiper y Nube de Oort
Finalmente,
más allá de Neptuno, en una zona más alejada del Sol y más
fría, la materia se condensó en forma de hielos (de metano,
amoniaco y agua, principalmente), aunque estaban tan dispersos
que se agregaron formando cuerpos pequeños que no alcanzaron a
constituir grandes planetas. Observaciones telescópicas
recientes han confirmado la existencia de numerosos
planetesimales helados. Es un número superior a 200 millones
de objetos, cada uno de ellos con un diámetro de varios
kilómetros. Este conjunto de cuerpos constituye el llamado
Cinturón de Kuiper. De hecho, se considera a Plutón
mismo como uno de los objetos más grandes que forman parte del
Cinturón de Kuiper, aunque resulta ser más pequeño que nuestra
Luna: el diámetro de Plutón es sólo el 69% del de la Luna y el
18% del de la Tierra. Su masa, consecuentemente, es muy
pequeña: ¡representa sólo el 0.22% del de la Tierra!
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Figura 4. Distancia a escala entre el
Sol y los planetas.Michael
A. Seeds, en Horizons, "Exploring the Universe,6th,
edition,Ed. Brooks/Cole
Pub.Co.2000
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La presencia
de toda esta materia sólida dispersa que se extiende más allá
de Plutón es consistente con la observación telescópica de
grandes discos que se encuentran asociados al nacimiento de
estrellas como nuestro Sol en otras partes del universo.
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Figura 5. Tamaño a escala de los
planetas y el Sol.Michael
A. Seeds, en Horizons, "Exploring the Universe,6th,
edition,Ed. Brooks/Cole
Pub.Co.2000 |
Todavía
existe una zona aún más alejada del Sol con planetesimales
helados y que son constituyentes legítimos de nuestro Sistema
Solar Planetario, puesto que están atados gravitacionalmente
al Sol. Su origen se entiende por el efecto gravitacional de
los dos grandes planetas en formación, Júpiter y Saturno. Por
su influencia gravitacional muchos de los planetesimales
helados de su entorno fueron verdaderamente lanzados al
espacio interestelar, sin posibilidad de regresar al Sistema
Solar. Algunos, sin embargo, no salieron, pero sí quedaron en
órbitas muy excéntricas y alejadas del Sol. Constituyen la
llamada Nube de Oort, que se extiende a distancias tan
lejanas como a un año luz del Sol. Ocasionalmente, alguno de
estos objetos visita de nuevo nuestro Sistema Solar Planetario
en forma de cometa de periodo largo, como es el caso del
cometa Halley.
Rotación
de los planetas
La rotación
de los planetas que ahora observamos es muy variada en cuanto
a su velocidad de giro e inclinación de su eje de rotación con
respecto al plano del Sistema Planetario. Se especula que los
planetas adquirieron estos movimientos durante el proceso de
acrecentamiento, no por el efecto de muchas colisiones de
objetos pequeños, sino por la colisión de pocos planetesimales
de gran talla —algunos de ellos verdaderamente grandes— sobre
los planetas en formación. El efecto resultante podría ser un
giro residual y la inclinación de los planetas, lo que es
característico en nuestro sistema.
Algunos
casos son sobresalientes, como los de Venus, Urano y Plutón,
que tienen un sentido de rotación contrario al de los demás
planetas. Además, Urano y Plutón tienen tal inclinación en su
eje de rotación que parecen ‘rodar’ sobre el plano del sistema
planetario; es decir, su eje de rotación está casi en el mismo
plano que el Sistema Planetario. Saturno, con una masa 95
veces la de la Tierra, tiene una inclinación en su eje de
rotación que posiblemente surgió de una colisión oblicua,
cercana a uno de sus polos, ¡con un cuerpo con una masa mayor
que la suma de las masas de todos los planetas terrestres!
Los
satélites de los planetas
Los planetas
gigantes tienen, entre todos, al menos 40 satélites naturales.
Durante el proceso de acrecentamiento, estos planetas
estuvieron calientes debido a los impactos recibidos, al igual
que los planetas terrestres. Este calor expandió sus
atmósferas a dimensiones notoriamente mayores que las
actuales. Con el paso del tiempo, perdieron calor, se fueron
enfriando y, en consecuencia, se encogió su tamaño. Conforme
esto último sucedía, fue quedando en órbita alrededor de estos
planetas un disco de gas, hielos y polvo. A partir de este
residuo surgieron los satélites ordinarios y sus hermosos
sistemas de anillos que son característicos de los cuatro
planetas gigantes, aunque los más conocidos son los de
Saturno. Este fenómeno es reminiscente del proceso de
formación de los planetas y asteroides a partir de la nebulosa
solar. Algunos satélites irregulares pudieron ser capturados
por la fuerza de gravedad del planeta, a partir de cuerpos
errantes del Sistema Solar.
Entre los
planetas terrestres, la historia es diferente. Ni Mercurio ni
Venus tienen satélites naturales, y la Luna posiblemente tuvo
su origen a partir de una colisión colosal. Se especula que
cuando la Tierra ya estaba cerca de alcanzar su tamaño actual,
colisionó con un planetesimal tan grande como Marte a gran
velocidad. Es decir, ese planetesimal tenía aproximadamente la
mitad del diámetro de la Tierra y una masa de alrededor del
10% de la que tiene la Tierra actual. Como resultado de este
choque, se formó una gigantesca eyección de roca fundida y de
vapor. Parte de este material cayó de nuevo a la superficie de
la Tierra y otro se alejó al espacio interplanetario, pero una
porción quedó orbitando en forma de disco incandescente. Al
paso del tiempo se disgregó ese material candente, el cual,
después de un tiempo mayor, terminó fundiéndose en un solo
cuerpo que llamamos Luna.
¿Existen
otros sistemas solares planetarios?
Una pregunta
reciente que se han formulado los astrónomos es considerar la
existencia de otros sistemas planetarios en el universo. Se ha
pensado que, quizás, la formación de los planetas sea un
resultado más generalizado y esté relacionado con el
nacimiento de una estrella, como lo fue en nuestro caso.
Anteriormente
hemos dicho que desde el telescopio espacial Hubble se han
podido observar estrellas en formación. También se ha podido
comprobar que estas estrellas nacientes están acompañadas de
discos de materia dispersa que podrían constituir lo que
nosotros hemos llamado disco protoplanetario. Por ello es
posible esperar que al paso del tiempo ese material se
agregará en planetas, de una manera análoga a como la ciencia
actual explica el origen de nuestro Sistema Solar.
Puesto que
un planeta no tiene luz propia, su identificación ha sido
indirecta, no directa por observación con algún telescopio.
Esta evidencia indirecta se basa en el pequeñísimo efecto
gravitacional que obra entre la masa de un planeta
(comparativamente muy pequeña) sobre la enorme masa de una
estrella. El resultado ha sido que hasta el momento se han
podido identificar más de 50 estrellas con planetas. Sin
embargo, los planetas detectados son del tipo de nuestros
planetas jovianos, son enormes. Este tipo de pla-netas —ya lo
vimos— están compuestos principalmente de hidrógeno y helio y
no tienen superficies sólidas. Análogamente, podríamos
concluir que son estériles.
Se requiere
de un planeta más pequeño y a una distancia apropiada a la
estrella para que, quizás, pudiera tener una constitución
rocosa, lo cual al menos es una condición necesaria para la
aparición de la vida. Estos planetas, a la fecha, no se han
identificado, puesto que por ser de una masa mucho menor, el
efecto gravitacional sería consecuentemente mucho más pequeño.
Hasta este día el astrónomo ha sido incapaz de medir tales
efectos, lo que no significa que no podrá hacerlo en el
futuro.
Así, con
expectación en el desarrollo futuro de la ciencia, cerramos
este capítulo que ha pretendido describir otra etapa necesaria
de la larga, imponente y laberíntica marcha hacia el
surgimiento de la vida en la Tierra.
1Veáse Correo del Mestro.Núm.32,enero
1999.